Desde la época de la Grecia Arcaica, cuna de nuestro pensamiento y civilización, el valor de la experiencia y el respeto por la figura del sabio se encontraban íntimamente ligados a la organización y dirección de la vida política. La Gerousia o Consejo de Ancianos, estaba compuesto por 28 hombres, no menores de sesenta años, quienes tenían competencias sobre los asuntos que afectaban a la comunidad. Este modelo terminaría formalizándose en toda Grecia, aunque con algunos matices y variantes según los diferentes lugares. Antes de la existencia de este tipo de organización en la cultura helénica, resulta evidente la presencia de consejos de ancianos en las ciudades mesopotámicas, donde constituían uno de los órganos de gobierno principales, los cuales, de un modo u otro, los encontraremos presentes a lo largo de toda la historia.
Sin embargo, en la actualidad, valores como la pleitesía ante el saber de los mayores y los ancianos, que tanto se venera y se inculca en otras culturas vecinas a la nuestra, se encuentra cada vez más fuera de circulación en Occidente. Nuestros predecesores no poseen carreras universitarias, ni otros títulos académicos que tanto se estilan hoy en día, pero son ilustrados en la experiencia de la vida y son la sabiduría viva de lo popular. Además de aportar grandes narraciones de historias, ellos son la historia misma, la memoria viva de nuestro pasado. Algunos, incluso, se constituyen como alumnos eternos del conocimiento, del saber. Así es Don Justo Márquez, un mañego apasionado de su localidad, San Martín de Trevejo. Su historia de vida comienza en el año 1930, y desde entonces, a pesar de haber dejado la escuela a la temprana edad de 9 años, como era habitual por aquel entonces, su incesante búsqueda por el conocimiento le ha llevado a reflejar por escrito sus memorias y sus recuerdos, en ocasiones, más aciagos que cándidos.
Don Justo recuerda con hilaridad su infancia en la calle O Forti, una de las vías principales de esta sublime villa, donde compartían todos los vecinos una afable vida en comunidad. Con menos paroxismo relata sus recuerdos de posguerra, momentos arduos para niños y mayores, donde la cartilla de racionamiento apenas cubría las carencias alimenticias de una apesadumbrada población. Eran los años del hambre. Los hijos ayudaban a sus padres en las labores del campo, convirtiéndose la escuela entonces en un privilegio para unos pocos. Les denominaban a estos alumnos ausentes “los niños del agua”, pues únicamente acudían a la escuela los días de lluvia, cuando no era posible ir al campo a trabajar. En San Martín de Trevejo había, por aquel entonces, unos treinta o cuarenta alumnos por maestro, quienes aglutinados en diferentes edades compartían aulario.
Esforcémonos por procurar que estos testimonios no caigan en el olvido, que nuestros valores de respeto y homenaje por la sapiencia de aquellos valerosos hombres, que sobrevivieron en los años de la miseria, sean enaltecidos entre nuestros más jóvenes, pues la historia únicamente será relegada cuando existan quienes no quieran enriquecerse con ella.